En casi todas las instituciones de educación superior, las encuestas de fin de curso a estudiantes siguen siendo una herramienta clave para evaluar el desempeño docente. Pero la evidencia muestra que el sistema, tal como está planteado, puede estar haciendo más daño que bien.

En un artículo publicado en Harvard Business Publishing Education, una exdecana y experta en desarrollo docente analiza por qué tantos comentarios en evaluaciones estudiantiles terminan siendo destructivos.

En InsightED, retomamos ese diagnóstico y lo traemos al plano institucional: ¿qué deberían hacer las universidades frente a un instrumento que podría distorsionar la percepción de calidad?

El tiempo importa: ¿por qué esperar al final del semestre?

Recoger evaluaciones al final del ciclo lectivo, cuando los estudiantes están estresados, inseguros sobre sus calificaciones y emocionalmente agotados, es una receta para respuestas distorsionadas.

Algunas instituciones empiezan a explorar alternativas: aplicar evaluaciones después de finalizado el curso, o incluso en el siguiente semestre. ¿Otra opción innovadora? Implementar dos momentos de feedback: uno al inicio, sobre expectativas, y otro más reflexivo tiempo después de terminar.

Anonimato no siempre es sinónimo de honestidad

La idea de que el anonimato garantiza sinceridad se está debilitando. Lo que muchas veces genera es la ausencia de filtros y el aumento de agresiones verbales. En Ithaca College, por ejemplo, se probó un sistema híbrido donde los estudiantes firmaban sus evaluaciones, aunque sus nombres no llegaban al docente. Resultado: menos comentarios agresivos, más responsabilidad.

Si las instituciones quieren proteger el valor de la retroalimentación, necesitan rediseñar sus sistemas para que garanticen respeto sin limitar la crítica.

Sesgos invisibles, consecuencias reales

El género, origen o a veces incluso el acento del profesor pueden influir en la percepción de los estudiantes desde el primer día de clase. Las plataformas externas como Rate My Professors no hacen más que amplificar esas primeras impresiones, señala Harvard Business Publishing Education.

Los líderes universitarios tienen una responsabilidad: formar a los estudiantes en ciudadanía académica y diseñar sistemas que filtren, reconozcan o compensen estos sesgos. No hacerlo es perpetuar una cultura de evaluación injusta.

En muchos casos, las evaluaciones son utilizadas por estudiantes que no obtuvieron buenos resultados como herramienta de desahogo o revancha. “No aprendí nada” suele significar “no me fue bien”. Las universidades deben trabajar sobre esta inmadurez con más información, más orientación y más reflexión.

Incluir preguntas sobre el esfuerzo y la dedicación del propio estudiante, como ya hacen algunas instituciones, puede ser un primer paso.

Una oportunidad para liderar con evidencia

Las evaluaciones estudiantiles pueden ser valiosas. Pero solo si se entienden como una herramienta dentro de un ecosistema más amplio de mejora docente. Para lograrlo, las universidades deben repensar: cuándo se aplican, cómo se presentan, qué preguntas se formulan, cómo se tratan los resultados y qué formación reciben los estudiantes.

Instituciones que aspiren a una cultura de calidad no pueden dejar este proceso librado al azar.

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